Hubo un tiempo, antes de los flashes, los ‘likes’ y las marcas millonarias, en que Kim Kardashian era apenas una niña junto a su vecina famosa, Madonna. Durante una reciente aparición en televisión, la empresaria recordó con nostalgia aquellas tardes en que paseaba al perro de la “Reina del Pop” y confesó cuál fue su recompensa: un par de pulseras de goma neón.

“Tenía ocho años, salí después de la escuela, y ahí estaba ella: ‘¿Puedes sacar a mi perro?’, me preguntó”, relató Kim con una sonrisa. Y añadió: “En vez de billetes, me dio una caja de esas pulseras cobranza fluorescentes. Y al día siguiente en el colegio todos me preguntaban, ‘¿Dónde lo conseguiste?’. Y yo decía: ‘Madonna me lo dio’”.

La imagen es casi de película: Kim, niña; Madonna, estrella; y un intercambio que parecía casual pero que anticipaba la trayectoria pública de la joven. Las joyas-pago se convirtieron en símbolo de un privilegio inesperado, pero también del ingenio infantil: como ella misma comentó, nunca entendió por qué se deshizo de las pulseras. “¿Cómo le di mis pulseras de Madonna? ¡Me arrepiento!”, dijo entre risas.

Hoy, Kim está en otro nivel: empresaria, figura mediática, mucho más que la niña que caminaba perros. Pero esta anécdota resuena como un retrato de su infancia, de lo inesperado que puede ser empezar en los negocios, y de cómo los comienzos pueden ser tan extraños como encantadores. Eso sí: ahora ella elige su trabajo, su pago y controla su narrativa al completo.